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Mujer en su centro

Cada uno de mis cuadros es un autorretrato. Tamara de Lempicka.


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Olympia. Édouard Manet.


Contrae el cuerpo,

la intranquilidad suscita voces inacabadas.

Ascienden por la larga estructura;

se hunden en el desvarío.

La habitación llena en desgracias detalles sumergibles;

el vientre anudado por dentro.

La quema de decisiones.

Multiplica el placer un dios desnudo;

una diosa frenética;

larvas en el ombligo de la periferia.

Cuadros en el cúmulo de tierra, fuego, piel, sexo.

Baronesa surreal

bebe la última copa

sin preocuparse de los límites

ni guardarse exhalaciones para mañana.

Vista al frente;

cabeza levantada; sensibilidad, virulencia.

Glamorosa e intempestiva en sus obras.

Cáustica,

ampulosa,

grácil.


En una pared


El mural desencaja la ciudad con la amalgama de tonos brillantes;

los bordes gastados le confieren un nicho mundano.

Como el lienzo, parece caer de la pared,

esencia de la vida en un silencio azaroso.

La cicatriz es el tiempo invertido en su fin.

Huellas difuminan el espacio bajo el vuelo de la tarde.

El mural no es una ofrenda sino la distancia

entre la gente que camina sin siquiera mirarlo.

Solo alzan la cabeza para una plegaria, no para la contemplación viva del deseo.

Hasta que uno de los niños del barrio, por accidente, rasga una parte del mural.

Transcurren los días; otro niño dibuja algo

para completar la imagen

en un acto aún de travesura

instintiva,

de juego.

Junto a la silueta del hombre señalando al sur

descansa la de un pequeño perro apuntando con su cola al cielo.

Desgrava

pletóricos rumbos

caídos en gracia.

Dislocado,

encierra en sí mismo

un valor de controversia.

Entre el sol y la lluvia,

la pintura cobra otras potencias,

verdaderamente barrocas,

ya no en el grito desmedido

sino en las intenciones

sobrexpuestas,

plurales.


Tempestad


El agua baja por la calle en un río llevándose lo desprevenido.

La vida es así, dice alguien, luego se esconde en uno de los pasajes del barrio

encumbrado al pie de la montaña.

Hay cuerpos sobrevivientes, pero no almas, entre el agua corre el tiempo,

se pierde la amargura brumosa,

salta a la vista;

el peso en el ambiente, imperceptible, sádico, determina la cantidad.

Bajo el puente escampa el peligro,

unos niños nadan para pasar de una acera a la otra.

Esta tormenta hiere; claudica el ímpetu de la materia: los techos se rompen,

los muros se hacen poros,

las estructuras muestran su debilidad en un afán inoficioso.

Los nidos caen desde los techos, el viento condensa el miedo en voces inaudibles;

los animales dejan sus moradas,

chillan mientras el agua se desborda.

Los semblantes mutan, tambalea la suerte de este día

donde no tengo abrigo; el caracol en la tráquea presagia dimensiones altisonantes;

la utopía del fuego se autodestruye en el impulso de crearlo.

No somos mártires, pues reconocemos la plaga que es el mundo.

Fluye el líquido, el cielo furioso exhala granizo, truenos fatigantes.

Ningún paso es fantasmal, aunque suene raro, las presencias también acaparan nuestra vida

con la honda forma de la soledad aferrada a los objetos.

El problema grave no impregna la lluvia ni se va cuando cesa.

Floto sobre las calles con el torso desnudo, mis cicatrices encandilan,

enfurecen a quienes las ven de soslayo.

Abrasada la yugular, el oficio se explaya desintegrándose.

Lanzo lo que soy; la corriente lo regresa en encarnizados búmeran,

el despecho desaparece en la nebulosa línea del horizonte.

Ni una sola palabra bastará para sanarnos si es que no la empapamos también

de nuestras faltas.

Seremos crueles y tiernos a la vez hasta que escampe la púrpura espera

que agoniza en las pupilas.


Antepenúltima


En la existencia hay un hueco por el cual se accede, poco a poco, hasta alcanzar el abismo

de la nada absoluta. Mohamed Chukri.


El roce sin nombre de los cuerpos,

las manchas redondeadas acarician el suelo.

Permanece de pie, sus restos, el presente,

las paulatinas angustias de su existencia

yacen inertes.

Descolgadas de la razón,

alfombran una pizca de tristeza.

Única e infatigable.

Las experiencias se registran con un sonido dentro,

acompañan y tergiversan.

Bajo llave, inescrupuloso,

pendiente de un sacrificio.

Desde la cornisa el espectáculo siempre luce diferente,

distante, ajeno.

La pequeñez de las figuras

contrasta con la protuberancia de su dolor.

La mirada, de izquierda a derecha,

barre el horizonte

con brochazos violentos.

No pronuncia la palabra,

la que describirá su destino

en los próximos minutos.

Esboza una mueca,

empieza a descender.



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