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Los horrores del colonialismo.

Una película de Ciro Guerra, Esperando a los bárbaros (2019), basada en la novela homónima de 1980 de J.M. Coetzee –y guionizada por este–, actualiza los horrores del colonialismo. Y no importa si este sea del siglo XIX en alguna región desértica del mundo, sino que pronto captamos que su representación sigue siendo actual, más aún cuando advertimos que la dirección del filme es de Guerra, un cineasta colombiano que hizo filmes sobre poblaciones apartadas tensionando la modernidad avasallante. Así, son recordados: El abrazo de la serpiente (2015), Pájaros de verano (2018) y la serie Frontera verde (2017). Habría una idea en su obra, la cual reaparece en Esperando a los bárbaros: la ocupación por parte de fuerzas extranjeras de territorios con otras poblaciones implica no solo su sumisión, sino también su exterminio por vía del terror.


Esperando a los bárbaros (2019). Dir. Ciro Guerra


La historia es simple y lineal en Esperando a los bárbaros: a un territorio fronterizo arriba un oficial que busca insurgentes; cuando toma presos a ladrones, los inculpa como voceros del terrorismo cuya figura informe amenaza al imperio al que representa. Obliga, entonces, al magistrado que oficia de gobernador de la región a cambiar su posición frente a la gente con la que interactúa. Los llamados “barbaros” son nómadas del desierto, comerciantes y poblaciones que, desde antiguo, solo fueron dejando rastros que se vuelven efímeros y que el magistrado, en su intento por conocerlos, hace arqueología.


Grosso modo lo anterior es apenas parte del argumento. Porque de lo que se trata es señalar que el filme de Guerra, pese a su sencillez y linealidad, es más bien complejo por lo sugerente, por lo que deja pensar.


Y algo que nos lleva a pensar Esperando a los bárbaros es el carácter que toma una zona ocupada por fuerzas invasoras que imponen a la fuerza modos de vida y de comprensión de la realidad. La ocupación militar-civil implica tratar de borrar la existencia vital del lugar; por ello el resguardo de un fortín que asemeja a un pueblo donde se ha constituido alguna socialidad estable; es decir, el ocupador, el invasor, implanta un pueblo.


Pero la paradoja está en que la comunidad o la sociedad invadida no tiene interés por lo urbano. Así, tal paradoja nos hace descubrir el frágil espejismo que sostiene al colonialismo: se cree que ha fundado una civilización cuando en realidad, la otra cultura, la originaria, tiene otros patrones de vida y organización que finalmente perviven. Esto se puede evidenciar ahora incluso con la cuestión afgana.


El otro asunto derivado de toda ocupación es la manera de implantar el gobierno y su poder. Una cosa es que hay quienes tratan de lograr una especie de conciliación con la cultura invadida, aunque igualmente serán percibidos ya sea como los instrumentos del imperialismo, ya sea como sus serviles operadores. Este es el rol del magistrado, cuyo poder se desbarata aun cuando intenta proteger a quienes no han escapado del control colonial, porque se le interpone el poder disciplinario, representado por los oficiales que además ponen en escena nuevas formas de tortura. Esperando a los bárbaros expone que la presencia imperial y colonial en las zonas ocupadas implica el ejercicio del poder sobre los cuerpos, sobre lo sensible y el espíritu. Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975) ha perfilado la violenta penalización que ejercía el poder administrativo a partir del martirio, queriendo obtener la supuesta verdad que enzarzaban los crímenes y sus ejecutores. El tema es eso: vigilar a quien se considere enemigo del imperio y castigar, si bien, no directamente a quien podría ser el subversor, a los que podrían representarle: sus amigos o familiares. Nótese, entonces, que la acción colonial, la ocupación de un país, por someter y aniquilar a sus reales habitantes, lo que hace es imponer una forma de poder que tiene que ver con el horror. No solo se infunde el terror por vía de la fuerza, además se lo ejerce cruel y brutalmente sobre cualquier individuo hasta despersonalizarlo. El horror del colonialismo hoy vendría a ser el horror de una humanidad que pasa por alto el derecho de los demás al punto de cosificarlo, porque se les ve solo como “bárbaros”, es decir, son los otros considerados como peligrosos respecto al orden establecido.


Lo singular en Esperando a los bárbaros es que tales otros, son nómadas. Su fuerza no está en que sean agrupaciones compactas; al contrario, son tejidos, redes –consideremos acá a Gilles Deleuze y Félix Guattari y su Mil mesetas (1980)– que se diseminan, que ocupan la totalidad del espacio, pero que son invisibles, manteniendo siempre su potencia originaria e impugnadora. Si el Estado o el Imperio organiza, cuadricula, pone los límites, disciplina, el nómada, como red lo traspasa, lo atraviesa, le rompe su naturaleza. Por lo tanto, en la base de un poder que siempre intenta dominarlo todo, está una red que la mina. El problema de los problemas sociales actuales es desconocer tal potencia que es agente de cambio.


Se puede decir mucho más de Esperando a los bárbaros. Llama la atención que Coetzee haya escrito el guion reduciendo su novela. Si la comparamos con el resultado fílmico, digamos que, aunque la película mantiene la problemática que planteaba la novela, esta es más rica, más compleja y memorable. Con todo el filme de Guerra es importante. Tiene una fotografía preciosista, un ritmo sostenido que hace que sintamos ese horror. Incluye, entre otros actores, a Johnny Depp y Robert Pattinson. Contra la representación del torturador que espeluzna, ellos hacen lo posible, pero en un momento, sobre todo Depp se deja traicionar por su rostro. Podemos recordar de él su atuendo y sus lentes oscuros, pero cuando se muestra con su rostro descubierto, por más dureza en el ceño, nos resulta acartonado. Pero si hay que juzgar la película por este tipo de deslices, seríamos injustos en no reconocer que Esperando a los bárbaros tiene una valía enorme por la denuncia política.

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