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La sociedad de la imposibilidad.

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.

Charles Dickens.


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Renné Magritte. The False Mirror Paris 1929.


Un fantasma recorre la faz de la Tierra al tiempo que la historicidad se retuerce entre un valle de muertos, los fosos ya se encontraban cavados y las lápidas se encontraban inscritas…


La historicidad occidental se ha configurado como un cúmulo de sucesos, desaciertos e interpretaciones, pese a ello cada cierto tiempo durante breves fragmentos de tiempo es posible distinguir sobre la bruma de cada época algún resquicio de luz que permite evaluar el pasado con relativa exactitud, en ese sentido propongo por lo menos tres grandes ejes problemáticos que deben ser analizados, a saber: a) la segunda crisis de la moral universal que se ha producido desde el inicio de la modernidad tardía (la primera se originó a raíz de la Segunda Guerra Mundial y se manifestó renovada en los males del capitalismo estadounidense y del colectivismo ruso cuanto chino) caracterizada porque a más de presentarse conflictos en relación a los dilemas éticos meta-históricos el hombre es incapaz de explicar los fenómenos que se han gestado a causa de la propia razón instrumental, configurándose de esa manera lo que Erich Fromm denominó esperanza enlutada que consiste en la espera de mejores tiempos cuando las promesas del iluminismo han fracasado, b) el triunfo del capitalismo como esquema económico dominante ha traído considerables problemas en la distribución de recursos en especial en cuanto a la consideración de la existencia de un problema meta económico que ha legitimado la existencia de modelos manifiestamente injustos —que carecen de una explicación racional más allá de lo que manifiestan los teóricos liberales— de igual manera parece casi imposible pensar en la existencia de una vía alterna al capitalismo que permita solventar las necesidades de un gigantesco —por no decir espantoso— conglomerado que se asienta sobre la dispersión valorativa del hombre contemporáneo, c) el sustrato político o factum brutum —en palabras de Carl Schmitt— se encuentra en condiciones deplorables, a raíz de la caída de la forma política del marxismo se ha dibujado un vacío fondo social en el que se erige cual símbolo de la decadencia propia de este periodo —que podríamos denominar interregno siguiendo a Massimo La Torre— un bucle fatídico en el que luchan tomados de la mano el supuesto progresismo de nuestra época y sus antítesis reaccionarias (igualmente liberales).


La segunda crisis de la moral universal se caracteriza porque a más de presentarse conflictos en relación a los dilemas éticos el hombre es incapaz de explicar los fenómenos que se han gestado a causa de la razón instrumental.

En relación a la crisis metafísica del hombre contemporáneo considero factible distinguir al menos dos fenómenos sobre los que vale la pena meditar, el primero corresponde al olvido del ser denunciado por Martin Heidegger hace cien años, vale la pena mencionar que dicho fenómeno reviste al momento dimensiones insospechadas para los teóricos del siglo XX, debido a que el Leviatán de la actualidad no es político ni contractual sino económico, la teoría del valor capitalista ha cercado y fagocitado todos los aspectos de la vida, a consecuencia de esto aquello lo que no es tangible o sujeto a valoración monetaria parece haber dejado de existir, se ha vuelto irrelevante o ha terminado sucumbiendo ante el destierro colectivo bajo sofisticados mecanismos de ocultamiento y legitimación, parece que hemos eliminado progresivamente cualquier posible contacto con lo que no sea inmanente y de esa forma parece que habitamos la distopía magistralmente propuesta por Aldous Huxley en “Un mundo feliz” en la que los individuos absolutamente libres (en el sentido propuesto por la ética antropológica liberal) se han encargado de erradicar el sentido del nacimiento, la muerte y el amor que son remplazados por un frenesí de soma que en nuestro mundo podría equipararse a la orgía de valores y sentidos que las generaciones de hoy empiezan a usufructuar.


El Leviatán de la actualidad no es político ni contractual sino económico.


De esta manera lo cotidiano —para ser más preciso lo que hemos convertido en cotidiano— ha invadido todos los espacios, incluso los que creíamos reservados para el imperativo de la disidencia, los nexos humanos de relación social han sido determinados —como acertadamente afirmaba Marx— por las estructuras de producción económica, pero no nos encontramos en la era de los ofendidos, aún menos en la de la lucha de clases, en este periodo, difícil de determinar por cierto, todos nos hallamos por debajo del sol en el común oprobio. El imperativo de continuidad —profesado en los discursos contra la paralización económica del ex presidente Trump y de los actuales mandatarios Bolsonaro y López Obrador por mencionar algunos— es la mayor expresión de un poder desvinculado de todo proyecto humano, basta con leer algún libro de Bukowski, heredero del hastío existencial europeo, para darnos cuenta de las terribles consecuencias que el tecnicismo y su asunción como dios mortal, trajo al hombre contemporáneo.


Habitamos la sociedad de la imposibilidad y la paradoja, el mundo de la desigualdad —extendiendo la expresión del economista Joseph Schumpeter—que se levanta sobre un esquema en el que 68 personas concentran la misma riqueza que la mitad más pobre del planeta entretanto las clases medias —siempre predispuestas a asumir menos culpa de la que en realidad tienen— celebran una festiva pantomima entre luchas hedonistas y reivindicaciones ilusorias que se asientan sobre el ya indiscutido modelo del estado de bienestar europeo y el continuo reclamo por la ampliación de un catálogo cada vez más grande de derechos que se extiende a ultranza por todo el mundo a través de los canales de globalización. Por su parte los verdaderamente oprimidos han sido desplazados del mundo que los destierra a través de féretros o cajas de cartón, en otros casos esperan enlutados la llegada de una época que no los olvide como las anteriores, mientras que los más afortunados continúan debatiéndose a vida o muerte en las calles —que a la par son recorridas por aquellos que festejan o incumplen medidas de aislamiento— en procura del pan de cada día.


Habitamos la sociedad de la imposibilidad, el mundo de la desigualdad que se levanta sobre un esquema en el que 68 personas concentran la misma riqueza que la mitad más pobre del planeta. En ese orden de ideas incluso la economía de los países híper desarrollados se contraerá alrededor de un 7% a causa de la crisis producida por el Covid-19, mientras que en los países de Suramérica los efectos serán particularmente profundos debido a la dependencia del comercio internacional, turismo, exportaciones de productos básicos y el financiamiento externo de potencias o multilaterales internacionales. Es así que de acuerdo a la CEPAL las economías del cono sur americano experimentarán un decrecimiento del 2% y el desempleo subirá en aproximadamente 10 puntos porcentuales, de igual forma el número de personas pobres se incrementará de 185 a 220 millones, mientras que alrededor de 23.6 millones de individuos se sumirán en la extrema pobreza.


Frente a este contexto se presenta otra imposibilidad ya que como afirma Boaventura de Sousa Santos «tan difícil es imaginar el fin del capitalismo, como difícil es imaginar que el capitalismo no tendrá fin». El sustrato relativista parece imposible de superar, el capitalismo —forjado con el aporte de cada uno de nosotros— en todas sus versiones, sabores y colores desde el Keynesianismo al neoliberalismo se ha convertido en una especie de vómito dulce, el arma que engolosina nuestros labios con nuestra propia sangre.


En lo que respecta al orden político es posible evidenciar la existencia de una izquierda y derecha empobrecidas por decir lo menos, que se han sumergido en una absurda lucha ideológica en torno a la pugna identitaria posmoderna y la denominada lucha cultural que busca establecer el mecanismo de dominio que el futuro se encargará de contradecir y lamentar en la próxima historia que se cuente acerca de nuestro mundo, en los relatos venideros y en las diversas doctrinas filosóficas que el porvenir verá gestarse.


Pese a este diagnóstico desolador no todo está perdido, ya que es precisamente frente a la conciencia del caos histórico —como propuso Walter Benajamin— y ante el fracaso de las grandes promesas de la modernidad que se vuelve posible la construcción de una auténtica conciencia moral, una verdadera revolución ética en la que las relaciones sociales sean auténticamente humanas y no constructos sociales ajenos a nuestra naturaleza. La pandemia de Covid-19 únicamente ha significado el exilio de un puñado de pos burgueses, una contracción económica ligeramente superior al crash de 2008, la irrupción en el modo de vida privilegiado de las clases medias... ¿Será necesario el colapso de la civilización para que el hombre no colapse?...


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